Comentario
El "terrorismo internacional" engloba dos facetas a menudo complementarias: la internacionalización y la transnacionalización. El terrorismo del primer tipo ha formado parte de una estrategia desestabilizadora en la dinámica de la política de bloques, y en él se han integrado tanto el apoyo que ciertos países otorgan a estos grupos armados como los acuerdos de colaboración entre distintas organizaciones terroristas para llevar a cabo campañas violentas de alcance global. El terrorismo internacional tuvo su momento culminante en los años setenta y primeros ochenta, precisamente en un contexto en el que las grandes potencias trataron de defender sus intereses geopolíticos de otro modo que con una guerra abierta de costes impredecibles. Los Estados modernos han hecho del terror y del terrorismo un instrumento más de su política interior y exterior. Determinadas agencias oficiales se han especializado en gestionar este tipo de violencia ilegal o dar apoyo a grupos subversivos para que ejecuten atentados contra los intereses vitales del potencial enemigo. Los Gobiernos revolucionarios cubano, norcoreano, argelino, libio, sirio, iraní o iraquí, pero también los proocidentales de Kuwait o Arabia Saudí, han apoyado financieramente de forma extensa a diversos grupos terroristas, sobre todo árabes. Miembros de la RAF han sido entrenados por el FPLP en Siria y Jordania, y encontraron refugio en Yemen del Sur, Cuba, Argelia, la URSS y la RDA. Las BR recibieron ayuda de países como Checoslovaquia y Bulgaria y se entrenaban en campos en el Líbano, Libia y Yemen. AD ha gozado en algún momento del apoyo del Gobierno libio y del grupo palestino de Abu Nidal para sus atentados contra instalaciones de la OTAN. Los activistas de ETA (m) se han adiestrado en Libia desde 1978, y han recibido ayuda ocasional de Cuba, Nicaragua o Argelia, y de países de Oriente Medio y del bloque socialista. Las vinculaciones internacionales del terrorismo negro adoptan formas igualmente tortuosas. Militantes neofascistas como Delle Chiaie fueron apoyados por la Junta Militar griega y, tras el atentado de piazza Fontana, buscaron refugio en la España de Franco (donde ciertos individuos aparecieron implicados en oscuras maquinaciones políticas durante la transición, como la matanza de Montejurra del 9 de mayo de 1976), para actuar después al servicio de las dictaduras de Pinochet en Chile o de García Meza en Bolivia. También parece demostrado que las estrechas relaciones tejidas entre los grupos neonazis europeos y norteamericanos han sobrepasado los contactos meramente informativos o de colaboración político-ideológica. La actitud de las grandes potencias respecto al terrorismo internacional está marcada por una ambigüedad bien calculada. En pura lógica leninista, la Unión Soviética condenó el terrorismo como un exponente de inmadurez revolucionaria, pero no hizo ascos a un eventual apoyo logístico efectuado de forma directa o a través de sus países satélites. En cuanto a los Estados Unidos, su postura oficial de abanderado del antiterrorismo internacional no le ha impedido sostener a movimientos armados de tipo nacionalista frente a regímenes socialistas en América Latina, Asia y Africa. En Europa occidental, el Gobierno norteamericano inspiró a fines de los cuarenta la creación de la Red Gladio, estructura secreta de subversión desplegada en varios países con el apoyo de la CIA, la OTAN y los servicios secretos de los Gobiernos afectados, para hacer frente a una eventual invasión soviética, y que con la estabilización de la Guerra Fría en los años sesenta desvió sus objetivos hacia el entorpecimiento de la actividad política legal de los partidos comunistas y el apoyo a las tramas del terrorismo neofascista, con la aquiescencia o tolerancia de algunas agencias estatales de seguridad. Otro fenómeno ligado a la internacionalización de terrorismo es la estrecha colaboración que se ha trabado en ocasiones entre grupos revolucionarios de distintos países. En 1972, ETA firmó comunicados conjuntos con la organización palestina Fatah, la guerrilla kurda, el Frente de Liberación Bretón y el IRA. Las BR han colaborado con la RAF, AD, la OLP y con el terrorista venezolano Ilitch Ramírez Sánchez, "Carlos". Pierre Carette, líder de las CCC belgas, mantuvo estrechas relaciones con fundadores de AD como Fréderic Oriach (jefe de losNAPAP), Nathalie Ménigon y Jean Marc Rouillan, fundador de los GARI, una organización terrorista plurinacional dedicada a subvertir el régimen franquista. La campaña de atentados contra instalaciones de la OTAN, emprendida en 1983-85 por grupos como las CCC, la RAF, las BR y AD, muestra indicios de coordinación terrorista internacional. Sin embargo, los ataques a instalaciones militares y los intentos de asesinato y secuestro de algunos jefes militares no impidieron el despliegue de los Pershing-2 y por ende minaron la credibilidad del movimiento pacifista europeo. El terrorismo transnacional tiene como origen un conflicto de tipo nacional o regional que es trasladado fuera de sus fronteras naturales tanto por imperativos de seguridad como por la mayor accesibilidad de los objetivos o por la necesidad de tener mayor eco propagandístico. Una enérgica respuesta estatal puede obligar a una organización terrorista a replegarse a otros lugares donde las condiciones le son más favorables, como ha sido el caso del IRA en la República de Irlanda, ETA en Francia o la OAS antigaullista y los activistas neofascistas italianos en la España de Franco. Este refugio forzado en países más acogedores ha provocado que, en ocasiones, estos grupos quedaran más expuestos a la instrumentalización o manipulación de potencias extranjeras, en función de sus intereses estratégicos particulares o para minar la estabilidad de otros países o áreas geográficas. En ese caso, la transnacionalización del terrorismo ha desembocado en su internacionalización. Parece un hecho comprobado que el terrorismo tiene mayores posibilidades de desarrollo en regímenes políticos democráticos y en países económicamente desarrollados, donde existen libertades civiles reconocidas, autonomía de los medios de comunicación, menor vigilancia personal y mayor concentración de objetivos potenciales. La larga estabilización política de las democracias occidentales y el clima generalizado de libertad y permisividad política desde 1945 relajaron la capacidad de prevención y represión del Estado, haciendo a estas sociedades más vulnerables al terrorismo. Por su escasa especialización inicial y su obligatoria sujeción a las leyes vigentes, los tradicionales métodos represivos, tanto legislativos como policiales, se encontraron con graves dificultades para afrontar y combatir con éxito la amenaza terrorista. Dos ejemplos pueden servir para ilustrar esta lenta adaptación y coordinación de las medidas internacionales de seguridad. Desde 1968 hasta 1972, la piratería aérea se convirtió en un acto habitual de protesta política. Para limitar estas acciones se firmaron los convenios de Tokio sobre delitos y otros actos cometidos a bordo de aviones (1963), de La Haya para la represión de la captura ilícita de aeronaves (1970) y de Montreal para la represión de actos ilícitos dirigidos contra la seguridad de la aviación civil (1971). La moda terrorista en los años ochenta fue la ocupación de embajadas y el secuestro de sus funcionarios. En estos casos, no parece haber surtido excesivo efecto el convenio sobre la prevención y la represión de los delitos contra las personas que gozan de protección internacional y los agentes diplomáticos firmado en Nueva York en 1973 por los países miembros de la ONU. Una vez que el terrorismo se transformó en una amenaza real, los Gobiernos occidentales no dudaron en aplicar medidas antiterroristas severas, que han arrojado un resultado muy desigual. Entre las decisiones coactivas de carácter judicial, se ha usado y abusado de las legislaciones especiales o de emergencia, a veces improvisadas e imprecisas, que han permitido suspender excepcionalmente algunos derechos constitucionales básicos, como el "habeas corpus", la inviolabilidad del domicilio, el secreto en las comunicaciones privadas, etcétera. A pesar del control jurídico, parlamentario y político a que están sometidas estas actuaciones, se han producido innumerables abusos en las fases de detención, interrogatorio, prisión preventiva, juicio y régimen penitenciario, que han fortalecido y legitimado coyunturalmente la acción terrorista. Dentro de las medidas estrictamente policiales, el declive del terrorismo en Europa occidental coincide con el desarrollo de sistemas internos de seguridad sofisticados, con la mejora y especialización de las agencias policiales y con la creciente coordinación internacional. En general, los Gobiernos han privilegiado la información sobre la pura y simple represión. La reorganización de los servicios de inteligencia, la mayor especialización en cuestiones terroristas y la coordinación ejecutiva de las diversas agencias policiales han abierto en ocasiones el camino a la casi completa erradicación de este tipo de violencia. El carácter global del fenómeno terrorista ha obligado también a una coordinación de carácter internacional que no ha sido siempre fácil de lograr. El Proyecto de Convenio para la prevención y represión del terrorismo internacional, presentado por el Gobierno de Estados Unidos el 25-IX-1972 ante la Asamblea General de la ONU tras la matanza de los Juegos Olímpicos de Munich tuvo en su contra a la mayoría de los países del Tercer Mundo y del bloque socialista, que temían que una coordinación antiterrorista a escala internacional perjudicase a los movimientos de liberación que actuaban en territorios ocupados, colonizados o sometidos a dictaduras de derecha. Desde 1949, el Consejo de Europa ha concluido varios tratados y acuerdos multilaterales, como el Convenio Europeo de Extradición (13-XII-1957) y el Convenio Europeo para la Represión del Terrorismo (27-I-1977). Pero esta coordinación no ha mostrado hasta ahora su eficacia, debido a las diferentes prácticas legales de los Estados miembros y sus temores respecto a una pérdida de soberanía jurídica. El 12-II-1985, los ministros de Asuntos Exteriores de los diez países de la Comunidad Europea acordaron en Roma la concertación policial de sus países a través de la creación del llamado Grupo de Trevi, que establecía la cooperación de los respectivos Ministerios del Interior en materia antiterrorista. A pesar de que el Tratado de Roma no menciona en modo alguno cuestiones de este cariz, la Comunidad Europea ha aprobado medidas de represión complementarias de las del Consejo de Europa. Ya en 1975, la Conferencia de Ministros de Justicia Europeos manifestó la necesidad de una coordinación legislativa para combatir el problema. El Acuerdo de Dublín de 4-XII-1979, accesorio al Convenio Europeo de 1977, permitió la adopción de un sistema común de extradición, la creación de un "espacio judicial" común, el estudio de problemas asociados con el terrorismo, el control de armas y la coordinación de sanciones comerciales contra los países supuestamente financiadores. El 14-II-1985, el Parlamento Europeo aprobó seis enérgicas resoluciones sobre la lucha contra el terrorismo, que han tenido su influencia en la elaboración de una estrategia jurídica represiva a escala comunitaria. En general, han ido ganando terreno en Europa tanto la teoría de que el terrorismo no puede ser excusado como una manifestación de defensa política, como el principio "aut dedere, aut judicare" ("extradita o juzga"), recogido en los diversos convenios antiterroristas de La Haya (1970), Montreal (1971), Washington (1971) y Nueva York (1974).Como instrumento desestabilizador, el terrorismo ha conseguido sobrevivir por ser uno de los recursos violentos menos costosos para mantener un estado de revuelta por largo tiempo, aunque su capacidad subversiva sea limitada. Sin embargo, el terrorismo político parece haber declinado en Europa occidental desde mediados de los ochenta. La desaparición de muchas de estas organizaciones demuestra el escaso apoyo popular a esta forma de lucha, sus flaquezas internas y la mayor eficacia de los medios estatales y paraestatales empleados en su represión. En la Europa poscomunista se asiste al rebrote de viejas formas de violencia política, entre ellas el golpe de Estado y el terrorismo vinculado a conflictos interétnicos en el marco de un proceso embrionario o generalizado de guerra civil, como es el caso de la ex Yugoslavia y de algunas repúblicas ex soviéticas del Cáucaso y Asia Central. En Occidente, el vacío protestatario dejado por el fracaso del terrorismo revolucionario y neofascista es ocupado por una violencia postmoderna, eruptiva, socialmente difusa, escasamente ideologizada, de baja intensidad y limitada capacidad subversiva, protagonizada por colectivos marginales como los habitantes de los guetos ciudadanos, los "skinheads", los "ultras" deportivos, los grupúsculos neonazis o los sectores juveniles radicalizados de grupos nacionalistas-separatistas. Una violencia contra la cual el Estado no ha encontrado aún un antídoto eficaz.